viernes, 25 de marzo de 2011

Parole, parole, parole...

El joven vive en la exterioridad. Los juegos de artificios que le propone la vida iluminan su interior con excesiva intensidad, incluso tal que es cegado para apreciar los pequeños detalles. Nimios sucesos que, después, cuando ya ha desaparecido el tiempo, pero no su recuerdo, se  manifiestan como decisivos.
El adulto debe ser introspectivo. Si no vive en su interior, no comprende el exterior; pasa por la vida haciendo mucho ruido, pero sin entender nada. Sólo la reflexión y la observación hacen que el conocimiento pueda anidar en nosotros con fuerza, con la misma con la que la hiedra se agarra a la piedra.
Dejando atrás la mocedad y mirando un poco en la lejanía al adulto, ya nos queda la verdad desnuda. Esa que nos muestra que apenas hemos entendido algo.
Es la edad en la que uno alterna la mirada nostálgica hacia atrás y la serena hacia delante. En una se ven sueños, ilusiones, desengaños… en la otra, sin embargo, todo se ve borroso. Se acepta cierta pose estoica y se espera. Ya no persigue uno los sueños, aguarda a que éstos llamen a su puerta.
Es la edad en la que se nos muestra que la palabra no es lo que nos define. Ésta es nuestra coraza y nuestra espada para la batalla; pero no es nuestra verdad. El ser humano no es palabra…es sentimiento que no se puede expresar con palabras.
En la época en la que ya hemos comprendido algunas cosas, la inutilidad de la palabra se nos muestra con un fulgor deslumbrante. Esa que ya anunciaba años ha Hofmannsthal en su Carta de Lord Chandos. También Platón lo señaló en sus Diálogos (Carta VII). La palabra apenas comunica, sale de nosotros para vaciarnos, pero no llena a nadie. Queda como suspendida en el aire, para segundos después ser absorbida por la nada. La palabra no habla, el gesto sí. Las palabras son flatus vocis, las miradas, las caricias y los gestos, de la índole que sean, no. Porque el recuerdo, ese bastón que nos ayuda a caminar, está construido con esas miradas, con esos gestos, con esas caricias. Las palabras no pueden crear nada. Están compuestas de un material muy frágil. Sus componentes son la facilidad, la inexactitud y la mentira. La mirada no tiene mentira…es nuestro corazón el que se manifiesta. El gesto es nuestro apéndice más real. Y las caricias son la señal más evidente de que el humano es humano. La palabra es el pegamento que no pega, la verdad que es mentira.
Si alguna vez he de decir algo importante, tengan la seguridad de que no hablaré. Miraré o acariciaré. Las palabras caen al abismo de lo tangencial. Sólo la mirada, el gesto o la caricia penetran en lo más profundo de nuestro ser. Y  he ahí donde está nuestra única verdad.


lunes, 14 de marzo de 2011

El impenitente y anónimo narrador

Decía Oscar Wilde que si las cosas  no se cuentan es como si no hubieran sucedido. El nombrarlas, el someterlas a vocalización, les confiere realidad y, por lo tanto, existencia. Valga este breve preámbulo como comprimido circunloquio. Vayamos raudos y sin zigzagueos a la cuestión que guía mi teclear.
Debido a la tragedia ocurrida en Japón, determinados “lugares comunes” me han hecho ver algunas cosas que antes sólo miraba.
Han muerto muchas personas, el pueblo japonés sufre… Miles de familias lloran la pérdida o la ausencia de algún ser querido, la humanidad siente el dolor ajeno... Sí, es verdad. Hasta aquí cuento cosas que todos sabemos.  
Pero, ¿se han fijado ustedes en que siempre hay alguien presto a contar la trágica noticia,  y en sus palabras, en el tono de su voz, no apreciamos aflicción, y sí ganas de ser escuchado? Me refiero al espectador accidental o casual, no hago referencia al “profesional” de la noticia. Sí al  que se acerca a ésta con una celeridad inusual y una pasión desconcertante para darnos su opinión sobre lo ocurrido. Ese personaje que llena la pantalla con su presencia mientras vacía su humanidad con cada palabra que profiere.
En el espectador casual la tragedia pasa a un segundo plano, deja el papel principal al ego. La noticia se desembaraza de su contenido para que ese “yo” pueda reivindicar sin ambages su protagonismo en la tragicomedia llamada “vida”. Incluso se puede afirmar que, algunas veces, se aprecia cierta delectación en este ocasional  narrador, aunque lo luctuoso lleve el hilo conductor de la narración, al igual que el terrorífico esplendor de un rayo dirige la temible tormenta.  
Este narrador ocasional aparece con certera e incomprensible puntualidad en los crímenes, cuando los periodistas entrevistan al que acerca sus interesados y rápidos pasos a la pregunta. Siempre hace acto de presencia para manifestar el “parecía un chico normal. Era una buena persona. No se relacionaba mucho con los demás. Era amigo de mi primo. Era…”. Pero aunque esté verbalmente refiriéndose a otro, toda su atención está fijada en sí mismo. Es su ego pisoteando a la circunstancia por un poco de notoriedad.  
Por muchas veces que lo haya visto, no deja de impactarme.  
El narrador, sin tener en cuenta lo luctuoso del momento, intenta vencer a lo narrado. Pero…ni gana el narrador, ni gana lo narrado. Porque cuando la muerte llama sin avisar… sólo gana el absurdo existencial.




jueves, 10 de marzo de 2011

Lo que el tiempo se llevó

Ayer recibí la llamada de un amigo. Este amigo mío es de ideas brillantes y frases con ornato, pero se apiadó de mis no siempre instruidos oídos y me lanzó la manida y clara expresión “hay que ver con qué rapidez se me está pasando el curso, y el año”. Apeló a la famosa claridad que demandaba Ortega para lanzar su idea, desnuda de cualquier adorno, al cuadrilátero de la reflexión.
El tiempo es un concepto muy difícil de asir, casi imposible de definir y más complicado aún de entender. Es un concepto vacuo, no contiene nada, excepto su propia indefinición. Es una presencia y una ausencia. Incluso se podría decir que es un absurdo lógico. Afirma y niega una cosa al mismo tiempo. Está y desaparece. Se presenta y se va. Es eterno y efímero. ¡Curiosa cosa es esta llamada tiempo!
Él se despidió, pero la pregunta permaneció conmigo, inquiriéndome. Las siguientes palabras mudas son las que yo le contesté:
Tenemos la sensación de que el año ha pasado rápido cuando no ha sucedido nada importante. Cuando los días son pesados, aburridos e intrascendentes tienen una duración excesiva. Sin embargo, en nuestro recuerdo no tienen presencia, no dejan la mínima mácula. Han pasado, pero no se han mostrado. Son una realidad que carece de verdad. Por eso, y aunque parezca contradictorio, los días largos, pesados y aburridos son los que, transcurrido el tiempo, nos dejan la sensación de que el año ha pasado rápidamente. No hay nada en el recuerdo que los haga presentes, que los detenga, que les confiera realidad.
Cuando los días son intensos son efímeros, excesivamente cortos. Pero en el recuerdo dejan su poso, nos acompañan eternamente. Han dejado su presencia en imágenes, realidades y sensaciones. Toman la forma de recuerdos y se convierten en inseparables compañeros de viaje. Recordamos ese año, no con la sensación de huidiza y frustrante lejanía. Sino con la de huidiza y agradable cercanía. El año nos pertenece y sus recuerdos también.
Aunque, lamentablemente, en los dos casos, el tiempo es huidizo. Porque así es la vida, así es la felicidad y así es… todo lo que merece la pena.

sábado, 5 de marzo de 2011

Verano azul

Mientras el café intenta que mi abotagada mente vuelva al mundo de las percepciones, la televisión consigue que mi recuerdo se manifieste con inusitada nostalgia. Un programa en el que se analiza el turismo en España en las últimas décadas trae al presente aquellos veranos tan llenos de sueños, ilusiones y, a veces, realidades.
Entre la memoria y la nostalgia aparece también la reflexión. Mis divagaciones siempre suelen ir acompañadas de un prurito de reflexión que las aclare, las matice y las haga más comprensibles. No es lo deseable, pero es.
En el programa se nos muestran las melódicas canciones de la época, los españoles exhibiendo sus no siempre cuidados cuerpos en las playas, las exuberantes (y añoradas) suecas, a José Luis López Vázquez corriendo sin descanso tras ellas, las primeras edificaciones junto a la playa, las paellas en los chiringuitos, y otra serie de elementos comunes que forman parten del patrimonio de memoria “veranistica” de los españoles.
Yo, por entonces, comenzaba mis dubitativos pasos en este mundo. Aunque he de decir que, después de muchos años, aún siguen siendo dubitativos. Tienen más celeridad y mejor apariencia, pero en el fondo son como los de entonces: indecisos, inseguros y, posiblemente, errantes.  
Perdonen la digresión anterior. Continúo. La reflexión me muestra dos Españas: la inocente, tierna, atrasada y cándida; y la actual, la veloz, avariciosa y egoísta. Ahora todo es mejor en el sentido de progreso técnico. Pero tengo la impresión de que en ese camino que nos ha llevado a donde hoy estamos se han extraviado muchas cosas importantes. Se han perdido valores: honestidad, gratitud, bondad y generosidad, ente otros. 
Somos otra España, una España europea. Nos acercamos a Europa buscando la técnica, como bien recomendaba nuestro admirado Ortega y Gasset. Pero hemos dejado olvidados en Europa, o en lugares más recónditos, lo bueno que tenía el espíritu español. Era un pueblo llano, hospitalario y agradecido. Y hoy es un recuerdo de todo eso. Importamos lo mejor de Europa, pero exportamos lo mejor de España.
El progreso técnico trae calidad de vida exterior, pero vacuidad interior. Si la educación no acompasa la innovación tecnológica, el país perece. Lo matan sus propios ciudadanos.  A España no le ha pasado, pero denle tiempo.