domingo, 28 de noviembre de 2010

EL SITIO

A veces debemos asistir a cenas o comidas que nos apetecen muy poco. Bien porque los comensales no sean los que nos llevaríamos a una isla desierta, bien porque nuestro carácter cada vez se acerca más al del lobo estepario.
Hace unos fines de semana tuve que asistir a una comida. Las excusas de rigor no me sirvieron. El anfitrión no entendió mis, en principio sutiles negativas, ni tampoco el claro “no” que le dije en dos ocasiones.
Estas comidas son pruebas para comprobar la capacidad de socialización que tenemos y la de atracción que ejercemos. Nos lanzamos al mundo de la trivialidad y de la empatía y se empieza a jugar una batalla de la que no sabemos el resultado final hasta que la velada acaba.
A veces hay que ser astuto e intentar contar con los elementos. Estos, en este tipo de reunión, suelen consistir en elegir quiénes van a ser tus compañeros más cercanos de mesa. Si eliges bien, triunfarás. O, por lo menos, no te quedará la siempre triste sensación de que ya no eres capaz de relacionarte con cierta normalidad.
Mi comida comenzó con una buena elección. El comensal de mi derecha era un contertulio agradable y respetuoso. El de la izquierda, no tanto; pero ya daba igual. Había encontrado un aliado en la mesa que me confirmó que yo aún seguía valiendo para eso de las relaciones. El chico de enfrente también reafirmó lo anterior, cada vez que yo hablaba él prestaba una no fingida atención.
Acabó la comida y empecé a reprocharme  por qué no me relacionaba más con la gente. Había pasado una agradable tarde  y mis temores del principio aparecieron como infundados.
Después alguien propuso ir a tomar unas copas. No sabía muy bien si me apetecía, pero me dejé llevar. ¿Por qué no?
Llegamos al pub los once comensales. Empezamos a pedir copas y los grupos se fueron haciendo. He ahí que me encuentro en mitad de ninguna parte. Se forman cinco dúos y yo me quedo con mi monólogo interior, que en ese momento sólo está compuesto de silencio. Empiezo a beber la copa con tragos que no tienen tregua. Veo en el espejo de enfrente cómo el vaso se apalanca en mi boca cada segundo. Es una forma de tapar la cara y maquillar mi soledad. La gente habla cerca de mí, pero yo no existo.
De repente, vuelven mis reflexiones del principio, incluso agrandadas. Y me confirman que yo no debería haber ido a esa comida. Quince minutos después, la copa se ha acabado y ya no tengo excusa. Estoy solo, solo, solo. Una nueva copa, con los previos que eso conlleva, acércate a la barra, pídele al camarero, espera…, me hace olvidarme por unos segundos de esa soledad que cual espada de Damocles amenaza con acabar con mi tranquilidad. Vuelvo a la mesa y alguien, ¡aleluya!, me pregunta algo. Situación que aprovecho para volver a entrar al mundo de las relaciones. La noche se acaba y cada uno se vuelve a su casa.
Mi lectura es amplia. La comida ha sido agradable porque he tenido la suerte de estar cerca de una persona que era afín a mí. Mi elección fue la adecuada y conté con la benevolencia del azar, nadie se situó entre nosotros. Después vino la tarde en el pub. El azar ya no jugó en mi favor. Se hicieron dúos y llegué tarde, o más bien no llegué. Y en este tipo de situaciones nadie deja escapar al otro. Es la presa que nos va a servir para mostrarnos a nosotros mismos que tenemos don de gentes, que nos sabemos socializar y que a la gente les gusta escucharnos. Es el oyente que en un pub no se deja escapar. Si llegas tarde a por tu presa, la soledad más terrible cae sobre ti. Yo llegué tarde.
Al final me queda la impresión de que el éxito o el fracaso de un acto social no depende de ti. La cuestión es mucho simple, depende de quién se siente cerca en la comida, y quién se encuentre en el momento oportuno cerca en el pub. Ese instante en el que uno ha pedido la copa y debe comenzar a hablar.
Corolario del ejemplo anterior: no lo tengo.
Seguiré negando en la medida de lo posible mi asistencia a actos públicos. Yo con mi vino y con M., estoy muy a gusto. Sé que si hay alguien que se va a sentir solo en nuestro particular triunvirato no voy a ser yo, si acaso la buena de M. Yo ya me he visto hablando en más de una ocasión con la botella.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

LA IDEOLOGÍA

Vivimos en un mundo de verdades y mentiras incuestionables. A veces nos posicionamos en uno de los campos anteriores con una seguridad que incluso a nosotros nos asusta. Podemos defender opiniones con una vehemencia impropia de nuestro carácter en pos de la verdad. Nos sentimos adalides de esa bonita palabra y enfocamos, manejamos, nuestro lenguaje en aras de que ésta salga victoriosa.
Ya lo decía Aristóteles al hablar de sus divergencias con Platón, su maestro: “Amo la amistad, pero amo mucho más la verdad”. Es posible que a nosotros nos pase igual: amemos más la verdad, o por lo menos, la nuestra.
Se nos olvida que nuestra verdad está basada en un constructo previo manejado, principalmente, por las ideologías dominantes. Los centros de poder que a lo largo de la historia han ido configurando eso que llamamos sociedad.
El ser humano parte de unos posicionamientos previos que ya le han sido dados. Le han sido concedidos en una suerte de devenir histórico, sin una finalidad previa. No somos hegelianos, no creemos que la historia tenga un fin determinado al que se dirija inexorablemente.
Esa ideología que ha sido configurada por el hombre en su historia es la que nos da las premisas desde las que construimos nuestra realidad. Son ellas los ojos con los que percibimos el mundo. Y constituyen ese altar desde el cual emitimos nuestro discurso.
Marx decía que la ideología era utilizada por  las clases dominantes para seguir asentándose en el poder. Él diferenciaba entre estructura (fuerzas productivas y relaciones de producción) y superestructura (entramado jurídico-ideológico-político). Es posible que sea verdadera la afirmación de Marx, pero no es toda la verdad. Existen fuerzas de poder, estructuras configuradoras de realidad que se escapan a cualquier control. Emergen como fuerzas colaterales de otros campos de actuación. Son incontrolables y poderosas. Podríamos llamarlo, utilizando terminología jungniana,  inconsciente colectivo. Crean una realidad al margen de las instituciones de poder y enseguida pasa a formar parte de nuestro imaginario colectivo, de nuestra propia forma de ver y percibir, incluso de asentarnos, en la realidad.
La clase dominante utiliza, como bien decía Marx, el poder para perpetuarse en él, a base de normas, creación de roles, leyes y otros instrumentos que tiene el poder para mantener su endogamia. Pero el imaginario colectivo, el inconsciente colectivo no puede ser asido por el poder. Éste se crea en base a la ingente confluencia de elementos sociales que no pueden ser domeñados. Son los que llamamos sistemas emergentes.
Es la estructura social como  un todo, el estructuralismo de Levi Strauss lo refleja bastante bien, el configurador de eso que llamamos creencias, premisas que rigen nuestras vida y en las que todos estamos asentados. Éstas son la base desde la que partimos a la hora de posicionarnos en el mundo. Están tan preñadas de verdad, tan asentadas en la sociedad, que nunca, o casi nunca, suelen ser puestas en entredicho. Pero son las que llenan de prejuicios y falsas verdades nuestro entendimiento. No digo que sean falsas. Sólo digo que son un constructo social que ha ido desarrollándose a lo largo de la historia hasta nuestros tiempos, y que indudablemente lo seguirá haciendo. Son las gafas con las que percibimos el mundo.
El ser humano actual se adentra en la sociedad con unos determinados principios que no han sido creados por él, y que dirigen su forma de posicionarse en el mundo. Sirven de gafas sin las cuales es imposible ver, además de que nos facilitan mucho la labor de comprensión. Pero tienen unas dioptrías determinadas, lo que nos hace mirar de una manera ya preestablecida. Si las gafas fueran de otra manera, nosotros percibiríamos también de modo distinto. Es la óptica de la ideología la que ha creado ese mundo para que sea así percibido por nosotros. Una óptica en la que trabajan los poderes fácticos y los sistemas emergentes que tiene cualquier sociedad.
Por todo lo anterior, me resulta curioso cuando alguien defiende de manera acérrima una verdad, incluso con vehemencia, olvidando que es una verdad creada por las ideologías, aunque sea de manera inconsciente. Una verdad que, perfectamente, si el discurrir histórico hubiera sido otro, ella también sería otra muy distinta.
Y lo anterior es una verdad que va a misa.




martes, 23 de noviembre de 2010

SALVADOR SOSTRES

Se ha levantado mucha polvareda por las declaraciones del brillante y maleducado Salvador Sostres.
Los defensores de lo políticamente correcto han lanzado un ataque feroz contra el polémico contertulio. Los abanderados de la sinceridad, por el contrario,  han alabado su opinión.
Como siempre, en esta España dividida, nadie se posiciona en el término medio. O se alaba, o se denuesta, pero en raras ocasiones se analiza con mesura. Somos maniqueistas: o bueno o malo.
Utilizamos en nuestro posicionamiento social una paleta de colores en la que sólo existen dos: blanco y negro. Y, evidentemente, son muchísimas más los que podemos utilizar. No sé si no se hace por estrechez mental, o porque no interesa hacerlo. Todos los campos de opinión que se manifiestan lo suelen hacer desde un interés y un posicionamiento previo que contamina la verdad que se expresa.
Bien porque intentemos réditos electorales, porque queramos parecer lo que no somos, por intereses mediáticos, por lo que sea. Pero siempre hay un pie forzado, como decía Ortega de las circunstancias, que condiciona nuestro comentario.
Voy a expresar mi opinión, que sólo está contaminada por mi educación previa, pero contra eso ya no puedo luchar. Aún así si les aseguro que no me mueve más interés que el de aclararme a mí mismo lo que pienso sobre la cuestión. Escribir, poner palabras al pensamiento, es una forma de esclarecer las ideas.
La idea principal de Sostres, la que no paraba de repetir una y otra vez, es la de que en la juventud está la verdad sexual (él se pronunció sobre las chicas de diecisiete años). Sólo ella tiene el patrimonio del deseo más puro. Es el cuerpo puro, el que no está contaminado, ni pervertido por la edad. Es el cuerpo…
Hasta ahí bien. Es una obviedad lo anterior. También es una obviedad que vivimos en una sociedad y como tal tenemos un constructo social básico para la buena convivencia. Hay unas normas asentadas en la sociedad que no se deben violar si no queremos destruir los pilares básicos de la misma. Y entrar en la sexualidad de las menores es violar la cultura. Puede ser naturalmente apetecible, pero culturalmente es reprochable. El ínclito debate naturaleza y cultura es puesto una vez más sobre la mesa.
Es un debate muy interesante, pero no lo voy a tratar aquí. Simplemente lo señalo para añadir un nuevo elemento de juicio a la aportación del contertulio.
Lo que también se pudo apreciar en la intervención del citado señor fue una total falta de respeto por la señora que dirigía la tertulia y por los oyentes de la misma, eran niños.
Es una señal de buen gusto no manifestar repetidamente opiniones que han sido censuradas. Si nuestra voz ha sido oída, y no es del agrado de los que nos están escuchando  volver a oír lo mismo, es algo tácito que, por no herir sensibilidades, uno  no debe repetir lo ya dicho. Es cuestión de educación.
Contar un chiste en una cena resulta anecdótico, e incluso gracioso. Contar diez chistes te hace pasar a la categoría de pesado. Pues es un poco lo que paso con Sostres. Manifestó su verdad. Incómoda de oír, pero era la suya. Con una vez hubiera sido suficiente. Seguir ahondando en ella, aún a sabiendas de que no quería ser oída, o que ya lo había sido, demuestra poca sutileza y menos educación.
No le presentaría a mi hija al señor Sostres, si la tuviera, pero sí me gustaría tomar esta tarde un café con él.

domingo, 21 de noviembre de 2010

CUÉNTAME

Acabo de leer una reseña sobre un libro de David Mikics en el que se analiza la figura de Jacques Derrida. El libro se titula Who was Jacques Derrida? An intellectual biography.
He de reconocer que es un autor del que no he leído nada, aunque conozco, gracias a fuentes secundarias, algo de su obra. También he de decir, ¡vanidad mía!, que lo he visto personalmente. Pero hoy no voy a hablar de Derrida.
Lo voy a hacer sobre la serie Cuéntame. Acaba de comenzar el segundo capítulo y he visto una escena que me confirma la línea que va a seguir la nueva temporada y que ya aprecié en el primer capítulo. La  que separa el mostrar del sugerir, la obviedad de la insinuación. 
Es una serie entrañable. Por lo menos para mí lo ha sido. Ha sabido reflejar una época, la de mi infancia, con mucha sutiliza y precisión. Mostraba los valores de una España que empezaba a recuperarse del lastre del franquismo con mucha delicadeza.
Las familias, que aún eran familias, luchaban por cumplir sus sueños. El trabajo, la educación, el respeto, eran valores sumos en una ciudadanía quizá no muy culta, pero sí  amable y generosa.  Éramos más humanos y en cada gesto se apreciaba.
Ver la serie me transportaba a esa época en la que yo era un proyecto y mis padres una realidad. Mis padres han seguido siendo esa realidad firme que nunca ha fallado. Su encantadora solidez ha sido mi mejor punto de apoyo. En cuanto al proyecto que yo era, dejamos su comentario para otra ocasión. Volvamos a la serie.
La estética de los 70 en España es la de un pueblo bondadoso y generoso, que quiere despegar sin perder sus principios. Hay algo de bonito en lo hortera de la época. Hay respeto. Sí, creo que esa es la palabra que mejor define esa década.
El otro día, viendo el primer capítulo de la serie, están llegando los ochenta, me quedó la sensación de que Cuéntame había perdido su esencia. Ya no sé si por la llegada de una nueva década, los ochenta fueron muy diferentes a los setenta, o porque los guionistas habían vendido la verdad a cambio de cuota.
Este segundo capítulo me lo ha confirmado. He visto a mi querido Carlitos, y a sus intimidades, acostándose con Karina. Con recreación visual incluida. El mito de la serie se me ha venido abajo. Si Carlitos se ha convertido en Carlos es posible que la serie haya pasado de titularse Cuéntame a te cuento.
Los temas que separan a la España de los 70 de la de los 80. Principalmente el alcohol, el sexo y las drogas, son expuestos en la serie con una gratuidad de imágenes que aburre. ¿Es necesario utilizar la imagen de manera tan evidente para mostrar algo? ¿No es posible reflejar los temas anteriores con más finura? Y mi reflexión no viene a colación porque reivindique el conservadurismo de los 70. No. Lo que reivindico es al espectador inteligente. A ese que se le sugiere, pero no se le muestra. Es mucho más fuerte la imagen que insinúa que la que aparece en toda su verdad. Ahí ya no nos queda espacio para la imaginación, mientras que en la otra sí. 
Vivimos una época de excesiva mostración. Se vende lo exterior y se vende lo interior. Y me temo que la serie se ha impregnado de la chabacana esencia que impregna lo actual.  
Creo que los guionistas no han entendido que la realidad, sea cual sea ésta, se puede mostrar de muchas maneras. Me temo que han cometido la falacia naturalista. Esto es, pasar de un es a un debe. Han dicho: “los años ochenta son descarados y desinhibidos, luego la serie debe ser así”. Y la serie no es así. Los ochenta son de una manera, pero Cuéntame es de otra.   
Ni la música ya es de mi agrado. Ese afán que tiene la postmodernidad de cambiar por cambiar, sin siquiera plantearse si el cambio es para mejor, destroza todo lo que encuentra a su paso. Los chillones colores de la serie también merecen un comentario aparte. Y no muy agradable, por cierto.
Esa necesidad de adaptarse con una velocidad feroz a la ordinariez de la época actual ha emponzoñado la serie. Cuéntame era distinta porque trataba la realidad de manera diferente. Al igualarse con el resto de series ha perdido su esencia y a un telespectador.
No me escandalizo por la escena que antes les he comentado. Lo hago por la poca sutileza y el poco tacto de los guionistas. ¿Aún no saben que es mejor sugerir que mostrar? Cuéntame era una serie que sugería, pero apenas enseñaba. Ahora enseña y no sugiere. No me interesa.
Dejémoslo aquí... La hora que dedicaba a ver Cuéntame la dedicaré a crear nuevas entradas para el blog. Lo siento, amigos.

viernes, 19 de noviembre de 2010

TEMPUS FUGIT

Miro por la ventana y el día amenaza con marcharse callado y tranquilo. La noche espera su turno.
Acabo de leer una reseña sobre una película. Permítanme que no les dé el nombre del escritor que la ha realizado, ni de la película sobre la que se ha hecho. No es relevante.
Sobre la verdad o no de lo que el escritor dice no me puedo pronunciar. No he visto la película. Sobre lo que sí puedo hablar es sobre la forma de decirlo. Su lectura ha sido una delicia. Era rigurosa, elegante, graciosa y amena. Por momentos me ha recordado la gran prosa de mi admirado Ortega. Pero Ortega ahora no es relevante.
Posiblemente él pretendiera crear en mí una predisposición hacía la película, no voy a decir si buena o mala. Pero lo que ha conseguido es despertar mi admiración por su prosa. A partir de ahora leeré algún libro suyo. Prometo incluir una reseña suya si el libro no defrauda lo que la reseña promete. Aunque esto ahora no es relevante.
Es reconfortante en un mundo donde las conversaciones son tan vacuas y mediocres, encontrarse con vestigios de una cultura superior. A mí me reconcilia con el género humano. Aunque esto no es relevante.
El autor tiene una forma de escribir precisa y distinguida, lo que hace que cada párrafo que su prosa enseñorea sea de lectura agradable. Su estilo humilla la simpleza con la que un servidor se desenvuelve. Aunque esto no es relevante.
Lo que de verdad es relevante es que el día acaba con rapidez y llega la noche con celeridad. Y ésta es la metáfora más adecuada, la de cada día, para señalar la brevedad de la vida. Parece que he nacido esta mañana, y ahora que la tarde está desapareciendo, he mirado el carnet de identidad y me he dado cuenta de que tengo cuarenta años. Espero que la noche aún se dilate y pueda aguantar otros muchos más. Me gusta la vida. ¡Y esto sí es relevante!

miércoles, 17 de noviembre de 2010

LA PRODUCTIVIDAD DEL FUNCIONARIADO

Un miembro destacado del gobierno actual ha lanzado una nueva noticia al ágora pública. Y nosotros, los ciudadanos, se lo agradecemos. Ya nos quedan lejanos los ecos de la jornada de liga de fútbol y necesitábamos algo, aunque sea  en forma de noticia política, para poder hacer más llevadera una semana que, como todas, empieza en el eterno lunes.
La de hoy, curiosamente, me afecta. Tiene que ver que los funcionarios. Y yo, para bien o para mal, soy uno de ellos. Éste miembro del gobierno, al que hacía referencia antes, ha lanzado a la opinión pública la idea de que hay que controlar la productividad del funcionariado.  Con la sana intención de que vean los demás, esos que no pertenecen a la noble casta del funcionario, que somos trabajadores, y además de los buenos. Eso sí, para que los funcionarios no nos preocupemos, el anuncio ha ido precedido de la premisa de que no está en cuestión el despido libre. Esto es, seguimos teniendo garantizada la plaza de por vida. Menos mal, ya me quedo más tranquilo.
La cuestión me plantea algunas dudas. Indudablemente, la primera es: ¿cómo medir la productividad de un funcionario? Pregunta fácil de formular y, me temo, imposible de contestar.  Aún así voy a conceder el beneficio de la duda al gobierno. Siempre he sido cartesiano y considero la duda como el primer requisito para llegar a la sabiduría. Así que se la concedo amablemente a nuestros ilustres gobernantes.  Es más, voy a imaginar que se llegue a un acuerdo para valorar la productividad. ¡Estupendo!
Ya sólo queda resolver otra cuestión, aunque me temo que nada baladí. Si hemos conseguido, para lo siguiente voy a utilizar un lenguaje más castizo, saber quién trabaja y quién no, ya sólo nos queda aplicar el sentido común y premiar a unos y castigar a otros. Todo bien hasta aquí. ¡Ah, no. Perdón! Resulta que la premisa que acompañaba la noticia era la de que los funcionarios seguimos teniendo la plaza asegurada de por vida. ¡Vaya, vaya! Entonces para qué sirve que el gobierno pueda valorar la productividad, me pregunto yo. Pues sirve para…para…, me temo que sólo para que yo pueda escribir este entrada en el blog. Creo que para nada más.
En fin, no sé si es por la necesidad de generar noticias, ya saben aquello que le pasaba al pueblo romano “Circo y pan”, o es por  la necedad de quienes nos gobiernan. No lo sé. En cualquier caso, a mí también me gustaría proponer algo. Ahí va: valorar la productividad de los que nos gobiernan. Ahora mismo no sé cómo lo haría, pero prometo estudiarlo.
Por cierto, he de dejar aquí el artículo. Lo estoy escribiendo en horas de trabajo y, desde luego, eso no me hace ser muy productivo.

lunes, 15 de noviembre de 2010

"EL BESO" DE GUSTAV KLIMT

Estoy en la habitación de una amiga. Ha abierto el santuario de sus intimidades a mi no siempre discreta mirada. En el centro de la misma veo un cuadro que ya he visto en otras ocasiones, siempre en habitaciones de mujeres: el beso de Gustav Klimt.
Le pregunto por el cuadro. Me dice que le gusta mucho, que le emociona ver cómo él la abraza y la envuelve. Me dice que es su cuadro favorito y que le gustaría muchísimo sentirse tan protegida alguna vez en su vida. Sentir que ella y él, sea quien sea ese él, sean uno.
Yo observo el cuadro. No es la primera vez que lo veo. Mi lectura del mismo es muy distinta. Veo un cuadro que representa una nueva vanguardia, el simbolismo, de la que no soy muy seguidor. Veo unos colores chillones. A un hombre besando a una mujer y envolviéndola, sin llegar a hacerme sentir ternura. La rectitud de algunos trazos de la pintura, su geometría y el color estridente del cuadro tienen mucho que ver.
Al ver cómo ella sigue, ensimismada, mirando el cuadro, me pregunto si no estaré perdiendo sensibilidad. 
La ternura que aprecio en los ojos de mi amiga, aquí sí que la veo, me hace dudar de mi percepción estética. ¿No habré sabido leer e interpretar éste cuadro de Klimt? 
Salimos de la habitación, me despido de mi amiga. Quedamos emplazados para otra ocasión. La visita a su habitación no tenía nada que ver con Eros. Era algo tan prosaico como ayudarle a cambiar una bombilla.
Voy para casa y sigo meditando sobre mi percepción del cuadro. Una nueva idea en forma de pregunta ilumina mi reflexión. ¿No será que al nominar condicionamos nuestra percepción? Dicho de otra manera: ¿si el cuadro no se llamara "el beso", la percepción de mi amiga sería la misma? Tengo mis dudas. 
Es verdad que el cuadro muestra cómo una persona le da un beso a otra mientras la envuelve con sus dos manos. ¿Pero cuánto de ternura y ensoñación ha puesto mi amiga en su percepción por llamarse el cuadro de esa manera determinada? ¿No ha añadido nuevos elementos por tener un título tan sugerente y tan sugeridor?
Llego a casa. M., me espera. Entro a nuestra habitación y lo que veo no admite reflexión ni disputa. A orillas del Oise en Auvers de Van Gogh sale a mi encuentro.

domingo, 14 de noviembre de 2010

EL RESTAURANTE

Tengo una boda en diciembre en Jerez. Ayer salí a comprarme la camisa que servirá de ornato o camuflaje a este cuerpo, no de belleza griega. M. se vino conmigo. Ella aprovechó para comprar los últimos accesorios de su indumentaria. A ella, sin embargo, ésta no le hace falta. Incluso podría afirmar que la ropa le estorba. Sin accesorios está más bella.
Después tomamos una cerveza. A los cinco minutos otra. Estaba sediento. Una vez calmada la sed se nos planteo la disyuntiva: ¿otra cerveza o una comida? He de  decir que en esta zona de España a la cerveza siempre le acompaña una tapa, gentileza de la casa.
Nuestros pasos no se atrevían a llevarnos a ningún sitio concreto, por lo que la decisión se demoraba. Hablábamos y caminábamos. Nuestra mutua compañía saciaba nuestra sed y nuestro hambre; pero hete aquí que unas letras que formaban la palabra marmitaco nos sacaron de nuestro ensimismamiento. "Marmitaco" dijo M. No está mal, dije yo. El olor que desprendía la palabras nos hizo adentrarnos en el local. Subimos unas escaleras y una puerta cochambrosa nos estaba esperando. Ahí se nos volvió a plantear otra disyuntiva: ¿entrar o no entrar? M., dudaba. Yo también. Ella me miró y yo asumí la decisión final. Soy el hombre y como tal tuve que asumir mi rol. Abrí la puerta con una valentía impropia en mí ante lo desconocido, y me di de bruces con un habitáculo de unos cincuenta metros y de estética...antigua podría decir.
Ella siguió mis pasos. Por alguna extraña razón tiene fe en mi. El camarero tardó unos segundos en llegar. El tiempo suficiente para que yo le volviera a preguntar a M., que qué hacíamos. Las dudas me estaban empujando fuera del local. A ella casi también. Quizá nos faltó un segundo. El camarero se presentó ante nosotros y con educación nos dijo que eligiéramos mesa. Eran tres las posibilidades.
El primer disgusto viene cuando M., observa que el mantel está sucio. Unos segundos después descubre sobre la mesa un objeto minúsculo que tampoco debería estar. Mal empezamos.
El tercer disgusto sobreviene cuando ella pide marmitaco. El camarero le dice que no tiene. Que ese día han tenido mucho jaleo y que no lo han podido preparar. En la puerta del restaurante no indicaban si tenían jaleo o no. Marmitaco desde luego que sí.
Pedimos nuestros respectivos platos y comenzamos a dar cuenta de ellos. La conversación ha decaído. Los dos sabemos que nos hemos equivocado y la misma nos va a costar unos euros y una indigestión. 
El silencio se planta en la mesa. Mientras los dos degustamos, perdón "disgustamos", los platos, una curiosa pregunta asoma a mi mente: ¿y si pagamos lo que vale el menú y nos vamos sin comer? Me quedo pensando la posible respuesta. Mientras, la comida avanza. Ya es demasiado tarde. Han traído el segundo plato.
La comida es acompañada por la visión de la espalda de la comensal que tenemos cerca. Bueno, he de decir que algo más que la simple espalda. Por cierto, no muy bonita ni la una ni lo otro.
Ya en los postres, M., pregunta si las natillas son caseras. El camarero asiente. Aún me pregunto qué entendió él por caseras. El problema de la polisemia del lenguaje.
Acabamos la comida, pagamos el menú y dejamos un euro de propina. Sobre esto de las propias ya hablaré en otra ocasión.
Salimos a la calle y los dos reconocemos nuestro error. Nuestra charla ha perdido alegría, la errónea elección del restaurante pesa sobre nuestro ánimo.
Llegamos a casa. Ya cada uno dedica la tarde a dar salida a sus respectivas inquietudes.
La moraleja de esta historia dejo que la saque cada uno de ustedes. Yo he de retirarme. Hoy me toca a mí preparar las almejas de las que vamos a dar cuenta en pocos minutos. Aquí si que no vamos a fallar. El local, el producto y la compañía son de nuestro agrado.
Esto nos compensará por la mala comida. ¿Y por los euros? No hay problema. Sólo es dinero.

viernes, 12 de noviembre de 2010

EL BLOG DE UN AMIGO

Acabo de entrar en el blog de un amigo. Lo suelo visitar una vez a la semana. Dada la distancia kilométrica que nos separa, es la forma más rápida que tengo de acceder a él y a sus ideas.
Es un blog de prosa cuidada e ideas afiladas. Su lectura no suele defraudar. Al único que quizá no le haga bien es a mi maltrecho ego, enseguida se da cuenta de sus limitaciones intelectuales, pero eso es otra historia.
Sé que mi amigo puede acertar o se puede equivocar, aunque sus conocimientos son vastos, no son oceánicos, siempre hay un pequeño estrecho de Magallanes que se escapa a su saber. Pero también sé que su  honestidad intelectual, el que se acerque al blog con asiduidad también lo sabrá, está por encima de cualquier interés personal, profesional, o de cualquier otra índole. Sí mi amigo escribe algo en el blog es porque realmente cree que es así, porque sus lecturas, que suelen ser ingentes, así se lo hacen creer. Repito, aún así se puede equivocar. Pero es que, incluso equivocándose, es una delicia leerlo. Sus equivocaciones están bañadas por el halo de una cuidada y reposada prosa, por eso hasta éstas tienen algo de verdad. Ya saben, la belleza suele ser verdad.
Les digo todo lo anterior, aunque más bien se lo digo a él, porque he visto que en su blog aparece un comentario deleznable realizado sobre su persona. Alguien, sin conocerlo, lo ha llamado estúpido. Por el simple hecho de no estar de acuerdo con las opiniones vertidas por mi amigo sobre un asunto puntual.
¡Cuánto lamento que se produzcan este tipo de incidentes! ¿Es necesario atacar a la persona para defender una opinión? ¿Es justo utilizar argumentos ad hominen para defender los de uno? ¿Es...? Son muchas las preguntas que se me ocurren y ninguna la respuesta.
Desde aquí vaya mi censura a ese tipo de actitudes y mi apoyo a mi amigo. Lo hago por él, pero también lo hago por mí. Sin sus artículos y sin su pluma, mi tarde de viernes sería otra muy diferente. Mucho más prosaica y aburrida. Su blog ya forma parte del encanto de la red. Por favor, no lapidemos su ánimo con comentarios soeces y fuera de lugar. Ni el suyo ni el de nadie. No tenemos derecho.
Viva la cultura y viva el respeto.
PD: Y viva mi amigo.  

miércoles, 10 de noviembre de 2010

INTELIGENCIA INTUITIVA

Me gusta mucho leer. Junto con el vino y la cerveza es lo que más me gusta. Menos mal que mi mujer no lee mi blog.
Cada vez que tengo un nuevo libro entre mis manos sigo una pequeña liturgia. Y el primer paso es ponerlo en mi corazón para que mis latidos lo acaricien. Es una forma de hacer que el libro ya sea parte de mí.
Siempre espero mucho de mis lecturas. Tengo la vana esperanza de que cada una de ellas sea la piedra filosofal que me resuelva las dudas existenciales. Pocas veces ocurre. Aún así disfruto con su callada y respetuosa compañía.
Hace un mes, por cuestiones laborales, estuve viendo un apartamento para instalarme en él  en estos duros meses invernales. La carretera en el centro de España es peligrosa y traicionera. A veces coloca una capa de hielo debajo de tus ruedas sin avisar.
Estuve dos días pensando si quedarme con el apartamento o no. Y para decidir seguí un razonamiento simple: si me convence plenamente me lo quedo, si dudo, no. Eso hice. No me lo quedé.
A los dos días recibí una llamada de la dueña del apartamento ofreciéndome la posibilidad de quedarme con él un mes a prueba, incluyendo en la oferta un buen acuerdo económico. También lo pensé durante dos días, para terminar aceptando. Pensé que un mes se pasa rápido y que quizá me estaba equivocando sobre mi primera impresión, y el apartamento era el adecuado. Evidentemente, al aceptar, me equivoqué.
Una de las lecturas más gratas que he realizado en los últimos meses ha sido "Inteligencia intuitiva" de Malcolm Gladwell. Fue un libro que acaricié, lo froté contra mi corazón y cuando lo acabé lo miré afirmativamente, diciendo que sí, que sería uno de los que ya me acompañarían en el recuerdo.
En el libro, Gladwel afirmaba, entre otras muchas cosas, que lo que nosotros llamamos primera impresión es tan válido cognitivamente como una decisión muy meditada. Y en algunos casos mucho más. En nuestra primera impresión manejamos mucha información. El inconsciente actúa dando datos de los que no solemos ser conscientes, pero colabora en el proceso decisorio con una cantidad ingente de información, procesada a una gran velocidad. Por lo que nuestra primera impresión, o inteligencia intuitiva, como él lo llama,  está llena de información.
Cuando a esa primera impresión empezamos a añadirle datos de manera racional, en la mayoría de los casos estamos emponzoñando la verdad. A la decisión inicial, que suele ser la válida, se le añaden prejuicios, verdades ad hoc, intereses..., etc. Una serie de premisas o cosas que nos alejan de la verdad.
Si yo hubiera hecho caso a Gladwell, si me hubiera acordado del mensaje que transmitía su clara prosa, no estaría maldiciendo mi mala memoria y la errónea decisión que se ha derivado por no acordarme de lo importante cuando lo he necesitado.
Sólo tenía que haber recurrido a mi grata lectura para tomar la decisión adecuada.  
Creo que he aprendido la lección. Y permitánme que abuse de su confianza y su amabilidad y les dé un consejo, en forma de epigrama: "Cuando la  primera impresión les generé duda, desistan".
Ayer les hablaba de un vino que nunca defraudaba. Hoy me temo que, en la soledad de mi odiado apartamento, deba recurrir a él. Porque recuerden: In vino veritas. Y si no les vale esa afirmación, les doy otra: En la inteligencia intuitiva está la verdad.
  

martes, 9 de noviembre de 2010

LOS EXPRESIDENTES

Me he levantado no de muy buen ánimo. Un rosado acompañó la cena y la nebulosa de la mañana hace que mi humor no sea el mejor. Aún así, mereció la pena. Amplio en boca, con toques de frambuesa. No es la primera vez que me acerco a ese vino de la Mancha, ni será la última. Nunca defrauda.
Mi ánimo no mejora con las curiosas noticias con las que desayuno. Dos expresidentes de importantes países me hacen plantearme alguna que otra cuestión. No tengo la mente serena para ello, el vino sigue escanciando su ebriedad por la misma, aún así no me resisto a intentar hacer una lectura de lo que acabo de oír.
Resulta que uno que contribuyó, más bien decidió, uno de los mayores crímenes contra otro país que se han cometido en los últimos años, dice que no estaba de acuerdo. Y otro que siempre ha negado en su país que él fuera quien utilizó en un momento determinado el terrorismo de Estado, afirma que pudo matar a la cúpula de una organización terrorista y dudó.
No me sorprende que alguien se equivoqué y se arrepienta de ello. Es una actitud humana que honra. Lo que me sorprende y me asusta es la incompetencia, el cinismo y y la desfachatez de los que rigen los destinos de los pueblos.
La suerte para los pueblos es que las conciencias no se pueden comprar con palabras.
Uno no ha podido aguantar la presión de la propia conciencia, y el otro ha sido vendido por su inmenso ego. Uno y otro han terminado mostrando quiénes son realmente. Que el lector saque sus propias conclusiones.
Ya se me ha ido la embriaguez que me provocó el delicado vino. Ahora sólo me queda una vaga sensación de cansancio y hastío, y una pregunta que hacer: ¿cómo evitar que este tipo de personas dirijan los destinos de un país?

sábado, 6 de noviembre de 2010

TARDE DE SÁBADO

Miro, desde la distancia, a través de la ventana y veo cómo el color que iluminaba mi casa ha ido perdiendo intensidad. Ya no es amarillo, es gris. Al día le pasa igual, empezó prometiendo un arco iris de novedades y se está apagando sin cumplir ninguna de las promesas que anunciaba.
Hoy ya no voy a seguir luchando por atrapar el tiempo, me rindo. Sé que no es muy tarde, y que aún puedo cruzar el umbral de algo maravilloso, pero no me apetece. Hace tiempo que ya no emprendo batallas que sé que no voy a ganar. Permaneceré frente al ordenador escribiendo mis pensamientos, mis deseos, mis anhelos y mis mentiras; mientras mi mente deposita ya todas sus esperanzas en un nuevo día que aún no ha llegado y que, posiblemente, traerá a mi vida lo que ha traído el que amenaza con irse: nada. Aún así me permitiré el lujo, una vez más, de dejar que eso que pasa cerca de mí, que me toca tangencialmente, y que yo desaprovecho a raudales, el tiempo, dilapide su pequeña esencia en otras casas donde sea mejor recibido y mejor interpretado. En mi hogar ya no tiene cabida. Es demasiado tarde. Ya sólo espero, y espero solo, que el mañana me anuncie una novedad que rompa la mediocridad del fin de semana.
El gris que entra por la ventana está pasando a ser negro. Pero a mí ya me da igual. El día ha acabado y de la noche no espero nada.
Mañana será otro día. 

viernes, 5 de noviembre de 2010

CAMBIO DE APELLIDOS

Acabo de encender la radio del coche. Últimamente, y debido a la ingente cantidad de kilómetros que he de hacer para ir a trabajar, se ha convertido en una buena compañera de viaje, matizando que siempre dependiendo de los contertulios que me acompañen ese día.
Una sorprendente noticia llega a mis oídos: "Una nueva ley para que en caso de disputa matrimonial en el orden de los apellidos que deba llevar el vástago, o como dirían otras la vástaga, se imponga el que ocupe el primer lugar en el abecedario". Me temo que gente tan ilustre como los Rodríguez pueden terminan extinguiéndose. Y es que este gobierno es capaz de eso,y de más. El gran Ortega, de vivir ahora, correría peligro. Y ya no digamos Unamuno.
Durante media hora he oído todo tipo de razones a favor y en contra de la medida. Razones de lo más variopintas iban confirmando lo que yo siempre he sospechado: mi ignorancia supina. No podía imaginar que de una cuestión tan fútil se pudiera hacer tesis.
Resulta que también me he enterado de que el cambio en el orden de apellidos ya se podía hacer desde 1999. ¡Ay, si lo hubiera sabido antes mi mujer! La novedad en la nueva ley socialista es que en caso de disputa familiar, una nueva que añadir a las que ya de por sí se inventan los matrimonios, no se impondrá la línea patriarcal, sino la abecedarial.
Después de oír las razones a favor y en contra de la media de los ilustrados contertulios he de confesar que mi asombro del principio, por darle importancia a una noticia que yo creía que no la tenía, ha sido fruto de mi incapacidad de leer más allá de lo evidente. De no saber leer la realidad con claridad.
¿Acaso hay algo más importante en España en estos momentos? Yo pensaba que sí. Pero al ver que las ondas han dedicado tanto tiempo a debatir la cuestión; que los informativos del mediodía abrían con esa noticia y que incluso compañeros de trabajo la comentaban, he de admitir que estaba equivocado.
Me alegra saber que mi gobierno se preocupa de las cosas realmente importantes y que los medios de comunicación son los guardianes de las cuestiones que a los ciudadanos realmente importan. En cuanto a mí, no importa. La realidad me ha mostrado una vez más mi estupidez. Yo me preocupaba por el PIB, por la deuda española, por las cifras del paro, por las novedades editoriales, por... Ya me lo dijo mi padre, ¡hijo mío, qué raro eres!
Por cierto, menos mal que soy Elea.