jueves, 20 de octubre de 2011

Hablo, luego sé...o no.

Tres figuras pululan por la intelectualidad española con desigual descaro: prolifera el inculto, aumenta el seudointelectual y tímidamente, como no podía ser de otra manera, aparece el intelectual. El discurso del intelectual nunca es rotundo, es dubitativo, como lo son las certezas de la existencia.
El ágora actual es la televisión, esa es la plaza pública que nos muestra a las figuras antes señaladas: el que no está en el <<ente>> no tiene realidad. Sólo la televisión confiere vida pública.
El inculto es un tipo de persona que suele tener mucha presencia en los realities y en programas de entretenimiento. También, por supuesto, prolifera en la clase política. El intelectual apenas aparece, quizá en algún programa que se emita en horas de baja audiencia. No interesa. Su discurso es denso y sin premuras. El seudointelectual es el que me interesa ahora y el que va a recibir el latigazo de mi pluma y el castigo de mi pensamiento.
Es un tipo de personaje cuyo hábitat natural, según él, es el saber. Nunca oiremos de sus siempre abiertos labios expresiones como <<no lo sé>> o <<sobre esa cuestión no me puedo pronunciar>>. Es asertivo, rotundo y huye de la duda con la misma celeridad con la que exige su turno de palabra. A veces, en un exceso de modestia inesperado comienza con un <<no sé mucho sobre la cuestión>>; y cuando ya creemos de manera esperanzadora que confesará su ignorancia sobre el tema y que no se pronunciará, prosigue con un desalentador <<pero…>>, y termina dando su vacía y falsa verdad que deviene afirmación irrefutable…¡y valiente el que se atreva!
El seudointelectual forma parte de la fauna que habita en los programas de debate en televisión, también en radio. Es peligroso. Muy peligroso. Puesto que el ignorante que desconoce su ignorancia es doblemente ignorante.
Ya me gustaría que este seudointelectual blandiera las espadas de la sinceridad y de la honestidad y dijera un claro y valiente <<no lo sé>>, sin <<peros>>.
En fin…no sé…pero creo que no me he equivocado mucho en mis apreciaciones.
Posdata: Ya lo dijo el ágrafo Sócrates: el primer paso para la sabiduría es reconocer la ignorancia.

lunes, 17 de octubre de 2011

La insoportable pesadez de la indecencia

Hay dos cosas que me causan enorme estupor: la indecencia de la clase política y el poco cuidado que el gremio de la hostelería tiene con los clientes. A lo primero ya casi me he acostumbrado. A lo segundo también.
Ayer salí con M. a celebrar su onomástica. Ella, siempre tan atenta y cumplidora, a pesar de no haber recibido aún el regalo, decidió invitarme a comer. La elección no fue fácil. Yo soy como Oscar Wilde: mi gusto es de lo más sencillo, solo me gusta lo mejor.
Al final, después de cientos de metros zigzagueando, acabamos en una cervecería de aspecto saludable, pero salud delicada.
Aunque antes de adentrarme en la intimidad del enfermo quiero señalar, para mostrar la realidad del gremio, que muchos de los bares, restaurantes o tabernas que nos encontramos han cerrado sus puertas, quizá definitivamente. La crisis ha podido con ellos.
Nada más sentarnos (una terraza al aire libre) llama mi atención el alto volumen de la música que acompaña a los comensales, haciendo de paso que sus conversaciones tengan que elevar el sonido para ser audibles. Estoy a punto de no sentarme, pero decido dar un voto de confianza. No quiero que M. me diga que ya estoy como siempre (poniendo pegas). Una vez sentados se acerca uno de los camareros y, sin limpiar la mesa, coloca unos escuetos mantelitos individuales que no cubren ni la tercera parte. Tuve que hacer malabares durante la comida para no salirme del espacio al que me sometían esos mantelitos. Después de traernos el exiguo primer plato el camarero, aprovechando unos segundos libres, se pone a fumar. Su compañero también. Después traerían nuevos platos con su <<sucias>> manos.
Tras la indigesta comida pedimos la cuenta. Por supuesto ahí estaba la penúltima sorpresa de la tarde. Una <<caña>> 2, 50 euros. ¡Ni que la hubiera servido Scarlett Johansson!
Abandonamos el local y decidimos dar un paseo. M. quiso un helado.  Llegamos a una heladería. Ella se sentó y yo me acerque a pedir (por supuesto, autoservicio). La dependienta, en un alarde de sutileza, le  estaba diciendo a una compañera: << Tía, que eso es una mierda (sic), ya te lo dije yo…>>. Cogí el helado, me senté, me lo tomé apoyándome en una mesa que nadie había limpiado posiblemente en todo el día,  y después tiré la tarrina en una papelera que estaba colocada ad hoc. Llegué a casa malhumorado.
En un país de cinco millones de parados, en el que determinados bares y restaurantes tienen que cerrar porque la crisis puede con ellos, ¿es que no hay nadie que regente un local que exhiba la mínima decencia exigida?
No es justo. Ayer M. gastó dinero y a cambio recibimos mala educación, dejadez, suciedad y ordinariez. No es justo y además es patético. No hay derecho a recibir una dosis de tan mal gusto el día de la onomástica de mi chica. Es más, ningún día.

domingo, 9 de octubre de 2011

Otoño

Me gusta el otoño, tiene un color como de ensoñación. No es deslumbrante y nítido como el verano, ni tiene los altibajos cromáticos de la primavera, ni el inquietante oscuro del invierno. Es real, pero difuminado, sin tanta transcendencia, aunque con cierto señorío.
Es limpio, su temperatura lo hace serlo. Es maduro y reflexivo.
Yo estoy en el otoño de mi vida, en esa época en la que están asentadas nuestras convicciones y se disfruta de una mentirosa tranquilidad. Nuestras ilusiones han sido calmadas por el ya excesivo paso del tiempo y todo se vivencia con un tranquilizador y cómodo estoicismo. Mientras llega el terrible invierno, que confiamos se dilatará hasta perderse de vista, vivimos en el plácido otoño.
El verano queda excesivamente lejano y a la primavera de nuestra vida solo volvemos cuando necesitamos rescatar salvadores recuerdos. Pero, aun siendo importante, casi ya no tiene validez. Ahora es otoño, un nuevo otoño que, como casi todos,  no inquiere.
En esta estación vital se acomoda uno en su envoltorio, en ese creado con innumerables renuncias, y deja pasar esas traidoras horas que ya no volverán.
Acabo de leer un extracto del discurso que Steve Jobs pronunció en la Universidad de Stanford el 12 de junio de 2005 y he decir que, aparte de que me ha conmovido, ha hecho que las hojas caídas de esta estación levanten el vuelo y quieran nuevo acomodo. Permítanme que les transcriba dos párrafos: <<Durante los últimos 33 años, me miro al espejo todas las mañanas y me pregunto: si hoy fuera el último día de mi vida, ¿querría hacer lo que estoy a punto de hacer hoy? Y cada vez que la respuesta ha sido no durante  varios días seguidos, sé que necesito cambiar algo. Recordar que moriré pronto constituye la herramienta más importante que he encontrado para ayudarme a decidir sobre las cuestiones importantes>>. Tras su despido de Apple: <<Estoy convencido de que lo único que me permitió seguir fue que yo amaba lo que hacía. Tienen que encontrar eso que aman. Y eso es tan válido para su trabajo como para sus amores (…) Si todavía no lo han encontrado, sigan buscando. No se detengan. Al igual que con los asuntos del corazón lo sabrán cuando lo encuentren>>.
Uno de los consejos de Jobs sigue las directrices de lo que ya dijo Píndaro: <<Llega a ser el que eres>>. O lo que exigía Ortega de cada uno de nosotros, que no falseáramos nuestra realidad.
Cuando uno ha llegado a su otoño se acepta esa realidad, aunque sea falsa. Y he aquí cuando ya no puedo aceptar lo que acabo de escribir y mi pluma se rebela. El otoño debe exigir búsqueda, no certezas. Nuestro otoño requiere que seamos pindarianos. No podemos no exigirnos. Nos lo debemos.
¡Fuera comodidades y falsas certezas! Hay que buscar… ¿Buscar qué? Aquello que somos y para lo que hemos nacido. Nuestra vocación.


jueves, 6 de octubre de 2011

Don Balón

Don Balón ha muerto. Nuestros recuerdos se manifiestan con rotundidad en tan lúgubre momento. El séquito que le acompaña en este fúnebre instante lo componen la infancia de miles de niños de mi generación y el más generoso de nuestros agradecimientos. Don Balón era una revista, solo una revista, pero también LA REVISTA, esa sobre la que giraba parte de nuestro tiempo y de nuestras ilusiones. As Color, Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape, 13 Rue del Percebe, Spiderman, Capitán América, Superman, Dan Defensor, El Capitán Trueno, La Pantera Negra, Thor, Namor y Los Cuatro Fantásticos eran sus inseparables compañeros de entretenimiento.
Mi padre, tan generoso siempre con su tiempo y su dinero, ponía en mis manos y en mis deseosos ojos el As color y el Don Balón (junto a los anteriores tebeos) y un helado de chocolate o nata, según mis preferencias circunstanciales. Aunque eso es otra historia.
Mi escritura de hoy es deudora de mis lecturas de esas entrevistas, de esos análisis de equipos, de esas jugadas narradas con la efusividad y la hipérbole que suelen utilizar los periodistas deportivos. Don Balón era Don. Y lo era porque su idiosincrasia se bañaba en las limpias aguas de la deportividad. Ni un solo insulto, ni un solo comentario despectivo, ni un solo…Solo deporte y deportividad. Letras claras, puras y amenas. Solo eso y nada más que eso.
Ha muerto uno de mis héroes. Ya apenas me quedan. De Mazinger hace mucho tiempo que no sé nada, se perdió entre tanto japonés.  Comando G siguió la misma estela de anonimato que Koji Kabuto.  Mortadelo y Filemón fueron llevados al cine para conferirles realidad y hacerles perder su idílica inexistencia. ¿Quién me queda? ¿A quién idolatrar ahora? Ya solo quedan unos héroes de la infancia que no han perecido a manos del cruel tiempo. De la infancia, de la juventud y de la época actual, y…de la eternidad: mis padres.
Viva Don Balón y vivan mis padres. Todos los padres.