Hay dos cosas que me causan enorme estupor: la indecencia de la clase política y el poco cuidado que el gremio de la hostelería tiene con los clientes. A lo primero ya casi me he acostumbrado. A lo segundo también.
Ayer salí con M. a celebrar su onomástica. Ella, siempre tan atenta y cumplidora, a pesar de no haber recibido aún el regalo, decidió invitarme a comer. La elección no fue fácil. Yo soy como Oscar Wilde: mi gusto es de lo más sencillo, solo me gusta lo mejor.
Al final, después de cientos de metros zigzagueando, acabamos en una cervecería de aspecto saludable, pero salud delicada.
Aunque antes de adentrarme en la intimidad del enfermo quiero señalar, para mostrar la realidad del gremio, que muchos de los bares, restaurantes o tabernas que nos encontramos han cerrado sus puertas, quizá definitivamente. La crisis ha podido con ellos.
Nada más sentarnos (una terraza al aire libre) llama mi atención el alto volumen de la música que acompaña a los comensales, haciendo de paso que sus conversaciones tengan que elevar el sonido para ser audibles. Estoy a punto de no sentarme, pero decido dar un voto de confianza. No quiero que M. me diga que ya estoy como siempre (poniendo pegas). Una vez sentados se acerca uno de los camareros y, sin limpiar la mesa, coloca unos escuetos mantelitos individuales que no cubren ni la tercera parte. Tuve que hacer malabares durante la comida para no salirme del espacio al que me sometían esos mantelitos. Después de traernos el exiguo primer plato el camarero, aprovechando unos segundos libres, se pone a fumar. Su compañero también. Después traerían nuevos platos con su <<sucias>> manos.
Tras la indigesta comida pedimos la cuenta. Por supuesto ahí estaba la penúltima sorpresa de la tarde. Una <<caña>> 2, 50 euros. ¡Ni que la hubiera servido Scarlett Johansson!
Abandonamos el local y decidimos dar un paseo. M. quiso un helado. Llegamos a una heladería. Ella se sentó y yo me acerque a pedir (por supuesto, autoservicio). La dependienta, en un alarde de sutileza, le estaba diciendo a una compañera: << Tía, que eso es una mierda (sic), ya te lo dije yo…>>. Cogí el helado, me senté, me lo tomé apoyándome en una mesa que nadie había limpiado posiblemente en todo el día, y después tiré la tarrina en una papelera que estaba colocada ad hoc. Llegué a casa malhumorado.
En un país de cinco millones de parados, en el que determinados bares y restaurantes tienen que cerrar porque la crisis puede con ellos, ¿es que no hay nadie que regente un local que exhiba la mínima decencia exigida?
No es justo. Ayer M. gastó dinero y a cambio recibimos mala educación, dejadez, suciedad y ordinariez. No es justo y además es patético. No hay derecho a recibir una dosis de tan mal gusto el día de la onomástica de mi chica. Es más, ningún día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario