domingo, 14 de noviembre de 2010

EL RESTAURANTE

Tengo una boda en diciembre en Jerez. Ayer salí a comprarme la camisa que servirá de ornato o camuflaje a este cuerpo, no de belleza griega. M. se vino conmigo. Ella aprovechó para comprar los últimos accesorios de su indumentaria. A ella, sin embargo, ésta no le hace falta. Incluso podría afirmar que la ropa le estorba. Sin accesorios está más bella.
Después tomamos una cerveza. A los cinco minutos otra. Estaba sediento. Una vez calmada la sed se nos planteo la disyuntiva: ¿otra cerveza o una comida? He de  decir que en esta zona de España a la cerveza siempre le acompaña una tapa, gentileza de la casa.
Nuestros pasos no se atrevían a llevarnos a ningún sitio concreto, por lo que la decisión se demoraba. Hablábamos y caminábamos. Nuestra mutua compañía saciaba nuestra sed y nuestro hambre; pero hete aquí que unas letras que formaban la palabra marmitaco nos sacaron de nuestro ensimismamiento. "Marmitaco" dijo M. No está mal, dije yo. El olor que desprendía la palabras nos hizo adentrarnos en el local. Subimos unas escaleras y una puerta cochambrosa nos estaba esperando. Ahí se nos volvió a plantear otra disyuntiva: ¿entrar o no entrar? M., dudaba. Yo también. Ella me miró y yo asumí la decisión final. Soy el hombre y como tal tuve que asumir mi rol. Abrí la puerta con una valentía impropia en mí ante lo desconocido, y me di de bruces con un habitáculo de unos cincuenta metros y de estética...antigua podría decir.
Ella siguió mis pasos. Por alguna extraña razón tiene fe en mi. El camarero tardó unos segundos en llegar. El tiempo suficiente para que yo le volviera a preguntar a M., que qué hacíamos. Las dudas me estaban empujando fuera del local. A ella casi también. Quizá nos faltó un segundo. El camarero se presentó ante nosotros y con educación nos dijo que eligiéramos mesa. Eran tres las posibilidades.
El primer disgusto viene cuando M., observa que el mantel está sucio. Unos segundos después descubre sobre la mesa un objeto minúsculo que tampoco debería estar. Mal empezamos.
El tercer disgusto sobreviene cuando ella pide marmitaco. El camarero le dice que no tiene. Que ese día han tenido mucho jaleo y que no lo han podido preparar. En la puerta del restaurante no indicaban si tenían jaleo o no. Marmitaco desde luego que sí.
Pedimos nuestros respectivos platos y comenzamos a dar cuenta de ellos. La conversación ha decaído. Los dos sabemos que nos hemos equivocado y la misma nos va a costar unos euros y una indigestión. 
El silencio se planta en la mesa. Mientras los dos degustamos, perdón "disgustamos", los platos, una curiosa pregunta asoma a mi mente: ¿y si pagamos lo que vale el menú y nos vamos sin comer? Me quedo pensando la posible respuesta. Mientras, la comida avanza. Ya es demasiado tarde. Han traído el segundo plato.
La comida es acompañada por la visión de la espalda de la comensal que tenemos cerca. Bueno, he de decir que algo más que la simple espalda. Por cierto, no muy bonita ni la una ni lo otro.
Ya en los postres, M., pregunta si las natillas son caseras. El camarero asiente. Aún me pregunto qué entendió él por caseras. El problema de la polisemia del lenguaje.
Acabamos la comida, pagamos el menú y dejamos un euro de propina. Sobre esto de las propias ya hablaré en otra ocasión.
Salimos a la calle y los dos reconocemos nuestro error. Nuestra charla ha perdido alegría, la errónea elección del restaurante pesa sobre nuestro ánimo.
Llegamos a casa. Ya cada uno dedica la tarde a dar salida a sus respectivas inquietudes.
La moraleja de esta historia dejo que la saque cada uno de ustedes. Yo he de retirarme. Hoy me toca a mí preparar las almejas de las que vamos a dar cuenta en pocos minutos. Aquí si que no vamos a fallar. El local, el producto y la compañía son de nuestro agrado.
Esto nos compensará por la mala comida. ¿Y por los euros? No hay problema. Sólo es dinero.

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