miércoles, 24 de noviembre de 2010

LA IDEOLOGÍA

Vivimos en un mundo de verdades y mentiras incuestionables. A veces nos posicionamos en uno de los campos anteriores con una seguridad que incluso a nosotros nos asusta. Podemos defender opiniones con una vehemencia impropia de nuestro carácter en pos de la verdad. Nos sentimos adalides de esa bonita palabra y enfocamos, manejamos, nuestro lenguaje en aras de que ésta salga victoriosa.
Ya lo decía Aristóteles al hablar de sus divergencias con Platón, su maestro: “Amo la amistad, pero amo mucho más la verdad”. Es posible que a nosotros nos pase igual: amemos más la verdad, o por lo menos, la nuestra.
Se nos olvida que nuestra verdad está basada en un constructo previo manejado, principalmente, por las ideologías dominantes. Los centros de poder que a lo largo de la historia han ido configurando eso que llamamos sociedad.
El ser humano parte de unos posicionamientos previos que ya le han sido dados. Le han sido concedidos en una suerte de devenir histórico, sin una finalidad previa. No somos hegelianos, no creemos que la historia tenga un fin determinado al que se dirija inexorablemente.
Esa ideología que ha sido configurada por el hombre en su historia es la que nos da las premisas desde las que construimos nuestra realidad. Son ellas los ojos con los que percibimos el mundo. Y constituyen ese altar desde el cual emitimos nuestro discurso.
Marx decía que la ideología era utilizada por  las clases dominantes para seguir asentándose en el poder. Él diferenciaba entre estructura (fuerzas productivas y relaciones de producción) y superestructura (entramado jurídico-ideológico-político). Es posible que sea verdadera la afirmación de Marx, pero no es toda la verdad. Existen fuerzas de poder, estructuras configuradoras de realidad que se escapan a cualquier control. Emergen como fuerzas colaterales de otros campos de actuación. Son incontrolables y poderosas. Podríamos llamarlo, utilizando terminología jungniana,  inconsciente colectivo. Crean una realidad al margen de las instituciones de poder y enseguida pasa a formar parte de nuestro imaginario colectivo, de nuestra propia forma de ver y percibir, incluso de asentarnos, en la realidad.
La clase dominante utiliza, como bien decía Marx, el poder para perpetuarse en él, a base de normas, creación de roles, leyes y otros instrumentos que tiene el poder para mantener su endogamia. Pero el imaginario colectivo, el inconsciente colectivo no puede ser asido por el poder. Éste se crea en base a la ingente confluencia de elementos sociales que no pueden ser domeñados. Son los que llamamos sistemas emergentes.
Es la estructura social como  un todo, el estructuralismo de Levi Strauss lo refleja bastante bien, el configurador de eso que llamamos creencias, premisas que rigen nuestras vida y en las que todos estamos asentados. Éstas son la base desde la que partimos a la hora de posicionarnos en el mundo. Están tan preñadas de verdad, tan asentadas en la sociedad, que nunca, o casi nunca, suelen ser puestas en entredicho. Pero son las que llenan de prejuicios y falsas verdades nuestro entendimiento. No digo que sean falsas. Sólo digo que son un constructo social que ha ido desarrollándose a lo largo de la historia hasta nuestros tiempos, y que indudablemente lo seguirá haciendo. Son las gafas con las que percibimos el mundo.
El ser humano actual se adentra en la sociedad con unos determinados principios que no han sido creados por él, y que dirigen su forma de posicionarse en el mundo. Sirven de gafas sin las cuales es imposible ver, además de que nos facilitan mucho la labor de comprensión. Pero tienen unas dioptrías determinadas, lo que nos hace mirar de una manera ya preestablecida. Si las gafas fueran de otra manera, nosotros percibiríamos también de modo distinto. Es la óptica de la ideología la que ha creado ese mundo para que sea así percibido por nosotros. Una óptica en la que trabajan los poderes fácticos y los sistemas emergentes que tiene cualquier sociedad.
Por todo lo anterior, me resulta curioso cuando alguien defiende de manera acérrima una verdad, incluso con vehemencia, olvidando que es una verdad creada por las ideologías, aunque sea de manera inconsciente. Una verdad que, perfectamente, si el discurrir histórico hubiera sido otro, ella también sería otra muy distinta.
Y lo anterior es una verdad que va a misa.




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